domingo, 23 de febrero de 2014

Amor

"El amor es la pasión por la dicha del otro..."
Cyrano de Beregerac





Lo primero que aprendemos en la infancia es a complacer. Nuestro primer papel de representación en la obra de teatro de la vida es el del “complaciente”. Una actitud que, desde muy pronto, nos protege de quedarnos sin postre o de que mamá no nos quiera.

Más tarde, nos doctoramos en supervivencia y aprendemos a tener en cuenta lo que pasa en el interior del otro, aunque sea porque puede fruncir el ceño o porque nos cierra el paso y nos amenaza.

Más tarde, el ego aprende a salir adelante alternando tanto la exigencia con el amor, como la compasión con la firmeza. Pronto integramos la cooperación y la ayuda junto con otros registros atávicos de la caza y de la guerra.

Pero, más allá del mamífero que vive en una parte de nuestras células, uno se pregunta: ¿existe algún nivel en el que, por puro corazón, se goza en ayudar al otro y en desear la simple dicha de su existencia? Muchas personas piensan que debilitan sus posiciones cuando ponen su empeño en crear entornos amables con los seres que las rodean. Sin embargo, junto a una civilización de individualismo y de acopio, vemos a gentes que han despertado al mensaje del alma.

Se trata de seres que han superado el miedo soterrado para
abrir su corazón y dedican su obra anónima a darse, generando medios para acabar con la miseria de otras gentes y resolver sus problemas.

El misterioso Impulso Evolutivo que mueve átomos y galaxias, poco a poco, y a base de milenios, nos conduce a un estado en el que preferimos dar un abrazo que disparar una bala. Conforme crecemos, acabamos prefiriendo el dar al tomar, la paz a la contienda y la suavidad a la violencia.

Cuando uno observa a la Humanidad de este planeta, comprueba variedad de desarrollos y diferencias de nivel en la escala de la consciencia. Los hay recién llegados, se trata de entes muy jóvenes de alma, y los hay ancianos ya de vuelta que sonríen desimplicados
ante amenazas acompañadas de espadas y monedas.
Unos sienten amor a los demás porque un día su pecho se abrió
y su alma inició un viaje de ida sin vuelta. Otros reconocen con envidia y desdén los sentimientos altruistas de los otros, acorazando sus pechos como protección y defensa.

Unos y otros comenzaron hace milenios arrojando lanzas, mientras, poco a poco, la cultura como cultivo del jardín interno y la expansión de consciencia establecían leyes y códigos con derechos humanos que rechazaban la injusticia y la violencia.

El mensaje de los seres lúcidos, hace dos milenios, revolucionó las viejas ideas.
Todavía resuena el milagro que la esencia una y otra vez propone: el gran abrazo entre todas las personas.

Nunca atrás, nadie había soñado un mensaje tan revolucionario como el de ama a tu prójimo como a ti mismo.
Una llave de fraternidad que abriría la puerta de entrada al alma y nos diferenciaría de las máquinas.

Los sabios han hablado de esta gran noticia mientras algunas iglesias lo contaminaban e intoxicaban.

Los seres sensatos lo recuerdan, una y otra vez, señalando la paz que proporciona la llama trina encendida en el interior del pecho y en el de todas las células. En realidad, nos dejaron un mapa del tesoro. El tesoro de hallar un sentido al proceso de vida que discurre entre el nacimiento y la llegada. Desde entonces, muchos seres lúcidos, al levantarse por la mañana, se proponen servir a los demás y, luego, a lo largo de la jornada, escuchan, suspenden
el juicio y ayudan con silencio y entrega.

El amor se nutre de la felicidad del otro y no hay depresión que sobreviva al propósito de darse, allí donde la vida nos lo demanda.

J.M.Doria

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